LA GRAN AVENTURA ROMANA

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El 2018 empezó con una nostalgia italiana y un hambre voraz. Y mientras me congelaba en la oficina y me invadían las ansias de la vida rutinaria, no dudé en comprar un pasaje por un fin de semana en Roma. Antonia, mi hermana, se unió al instante cuando le mencioné que básicamente sería un viaje gastronómico.  

Si hay algo que le gusta a mi familia es comernos las ansias #alborde. 

Además, Antonia y yo habíamos estado antes en Roma por lo que entrar a museos y demás atracciones no era nuestra prioridad. 

Luego de casi darme un pico con el host de Airbnb aprendí mi primera lección romana: en Italia los dos besos se dan de derecha a izquierda (al contrario que en España). Así que avergonzada y apestosa me metí rápidamente a la cama para empezar mi aventura. 

La mañana del viernes nos recibió con un marroquino (café con chocolate) y un tiramisú en Pompi. Así que #alborde de un coma diabético empezamos la caminata hacia el Coliseo. Mientras caminábamos por nuestro barrio lleno de casitas peculiares confesábamos sueños de borrachera y experiencias vergonzosas.

Calle abajo divisamos el imponente Coliseo romano con un cielo de invierno despejado. Duramos 5 minutos antes de huir de la horda de turistas que comenzaba a zombificarse a paso mortuorio petrificándose cada 2 metros para sacar un selfie stick e inmortalizar el momento. 

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Así que continuamos caminando hacía Vittorio Emanuele II, quien por el tamaño de monumento debió tener un gran ego y un pene minúsculo. Mi segundo café del día en Tazza D'oro me re conectó las neuronas mientras que Antonia, quien siempre ha tenido una vejiga de Barbie, meaba por tercera vez en el día.

Mi sorpresa fue que al salir del café me tope directamente con el Pantheon.

De ahí fue fácil llegar a la Piazza Navona y estirar las patas en una banca frente a la fuente central mientras Antonia comía su primera focaccia del viaje (obsesión que no terminó hasta encontrar la focaccia perfecta). 

Luego de discutir acerca del camino por tomar nos quedó una cosa clara: teníamos hambre. 

Así fue como el Trastevere nos recibió con sus casas rojas y naranjas, sus plazitas escondidas y la primera pasta del viaje. Copa de vino incluida, por supuesto. 

Hay momentos en tu vida #alborde en que solo necesitas un plato de pasta y una copa de vino para ser feliz. 

Con la panza llena y el corazón semi-contento cruzamos el Tiber hacia Piazza Spagna y mientras me preparaba para sudar las escaleras, Antonia divisó un plan.

"Todos los huevones las suben, nosotros vamos a bajarlas"

Quizás fue el tercer espresso en Caffe Canova rodadeada de esculturas romanas que me hizo ver las cosas más claras, pero lo que decía Antonia era música para mis oídos y pies cuasi sangrantes. Y entre tiendas de lujo, en las cuales nunca podré comprar ni un chupetin, llegamos a la Piazza del Popolo mientras que el sol se escondía. 

Para las mejores vistas de sunsets en Roma está la Villa Borghese.

Desgraciadamente alrededor de 100 personas tuvieron la misma idea que nosotras y cómo nuestro ADN esta programado para odiar las masas y huir de los malos músicos callejeros, luego de respirar las vistas nos alejamos del espectáculo para encontrarnos con otro: La cima de las escaleras de Piazza Spagna.

Reímos cómplices mientras bajábamos con los pies entumecidos para caminar por una hora más hacia el Airbnb. 

Muertas pero nunca sin hambre nos pusimos los zapatos más anchos que encontramos y llegamos a la Ostería Pocci. Un Montepucciano, el mejor Saltimbocca, una mozarella ahumada y un Caccio e Peppe cremoso fueron nuestros cómplices en una noche de conversaciones existenciales, quejas familiares, #confesionesalborde, italiano mal hablado y planes de futuro. 

Quizás fue el vino o la energía de esa luna llena pero en esa mesita pequeña y coja, finalmente entendí el tipo de amistad que puedes tener con tu hermana. 

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Para el sábado, teníamos un trato: Nos levantaríamos a primera hora de la mañana para poder visitar los monumentos sin ataques de ansiedad generados por turistas y tomarle fotos a Antonia a cambio de un desayuno delicioso. Esta vez cogimos un bus (porque no sentía los pies).

Coliseo, Fontana di Trevi, Pantheon, Navona. 

Cuando terminamos era el turno de Antonio de cumplir con su parte del trato. Riscioli Caffé esta casi escondido en una callecita y con justa razón, porque el croissant con prosciutto y mozzarella ahumada que me devoré es un puto tesoro. 

Ya de mejor humor, decidimos darle una visita al Vaticano, claramente sin la intención de entrar ni ver al Papa. De hecho, lo más memorable fue usar el baño impecable de un caffé y sentarnos un rato al sol mientras nos burlábamos de la cola interminable de turistas de todo el mundo. 

Siguiendo a unos curitas que comían un gelato, nos adentramos nuevamente hacia el Trastevere para sentarnos frente la mercado y tomar el vermut del medio día. 

Creo que en otra vida viví en el Trastevere. O al menos me la pasé comiendo pasta ahí. 

Sea cual fuese mi vida pasada, la vida presente no dejaba de sorprenderme con plazas y parques en donde encontramos una mini Fontana di Trevi e hicimos videos ridículos para enviar a la familia.

Y es que una de las ventajas de viajar con tu hermana es que no hay nivel de ridiculez ni locura que no haya visto antes. 

Gracias a una recomendación de última hora (la ventaja de tener amigas que siguen tu paso a paso por Instagram) terminamos en Tonnarello y esta vez nos mantuvimos vegetarianas compartiendo una pasta y unas albóndigas (de espinaca y parmesano, no se indignen).

No esta demás decir que si se ponen el objetivo de un viaje gastronómico como el nuestro, entonces empaquen los pantalones de gorda. 

Si bien Antonia tenía como misión encontrar la mejor focaccia de Roma, yo no me iría de la ciudad sin comerme un Gelato (porque en italiano suena más rico). Después de varios kilómetros de caminata era una hecho que merecíamos un premio al esfuerzo y justo cuando estaba a punto de desistir y pedir un taxi apareció La Romana, mi gelateria de ensueño. 

Así como los domingos que nuestros nonnos nos llevaban al 4D por un helado de dos sabores, Antonia y yo nos sentamos afuera de la gelateria y en silencio. Porque la verdad no había nada que decir para mejorar aquel momento. 

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Nuestra última noche romana la celebramos con dos botellas de vino en La Prosciuttería, un local minúsculo y algo descuidado pero con buena música y charcutería alucinante.

No soy una mujer fácil (usualmente) pero una botella de vino y una tabla de prosciutto y queso bastan para dejar mi corazón de gorda satisfecho. 

Algo borrachas y con menos frío de lo usual, llegamos a la Fontana di Trevi para cantarle cumpleaños feliz a un extraño y lanzar una moneda con la esperanza de regresar una vez más. 

Hay pocas certezas en esta vida.

Una de ellas es que los domingos de resaca se viven mejor en Roma.

Un paseo veloz por las Termas de Caracala y el Circolo Massimo nos encaminaron hacia el jardín de los Arancini desde donde ver los paisajes mañaneros de la ciudad. Nuestra idea era cerrar el tour gastronómico con el restaurante al cual te llevan tus padre porque tu no tienes el dinero para pagarlo. Desgraciadamente papá no estaba en esta ocasión así que afilamos las tarjetas de crédito (porque el plástico todo lo puede) y llevamos nuestras sobre excitadas papilas gustativas a Pianostrada

Claramente no teníamos reserva pero si esperanzas así que cuando nos dijeron que tendrían una mesa en una hora tuvimos la excusa perfecta para ir por una pizza al taglio al Antico Forno Roscioli y, como dirían los conocedores, abrir el apetito. Entre gritos de pizzeros, italianos gordos comprando pan y colas que llegaban al exterior logramos probar las pizzas. 

De no ser porque nos esperaba otra experiencia, hubiese hecho la cola infinitas veces para comer otra Margherita. 

Pianostrada fue todo lo que soñamos para nuestra última cena (ok, fue almuerzo pero suena más romántico decir cena). Sentadas al lado de una cocina abierta, Antonia finalmente encontró la focaccia perfecta y yo...yo me enamoré del chef que cocinó mis spaghettoni a la carbonara. 

Y es que no hay mejor fortuna que un hombre que además de estar bueno, cocine delicioso. 

Roma nos despidió con 3 kilos de más, intolerancia a los carbohidratos por un mes, la maleta llena de chocolates, los pies con ampollas pero con un cuaderno lleno de historias y la sensación de querernos un poquito más. 

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