CRÓNICAS DE HAMMAM

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Si bien cuando se dice Marruecos uno piensa en Marrakesh, desierto, camellos y mercados, el viaje a Fez y la región del Atlas merece toda una guía aparte. 

Un vuelo atrasado por tres horas no pudo quitarnos la emoción a Dominique, Camila y a mi, que íbamos a descubrir los pequeños tesoros de un país no apto para las débiles. Hacia la medianoche, entre calles oscuras y laberínticas de la medina nos encontramos con Abladi, un chico marroquí recién llegado a Fez quien nos llevaría al Riad de Mr. Alaoui quien nos esperaba con un típico festín marroquí y una sonrisa de oreja a oreja. Si bien las camas eran duras como piedra y tuvimos que matar a más de un bicho mortal, el Riad era hermoso y tranquilo y Mr. Alaoui terminó siendo nuestro guía y confidente. 

Con un par de consejos y un mapa que ni un cartógrafo podría descifrar, nos persignamos y adentramos en la medina. Nuestro objetivo: Llegar a las tenerías, en donde se lavan y tiñen las pieles. Luego de perdernos, entrar a una farmacia para pedir direcciones, pasar por incontables tiendas de Aladino, ignorar a los “guías” locales y pensar que nunca saldríamos con vida, llegamos a un café con una terraza apacible y una vista general de la ciudad: Karaouiyine Coffee. Ahí aprendimos quizás la palabra más valiosa de nuestro viaje: “Baahdemenhi” o “Déjame en paz” la cual funcionó de maravilla cuando un vendedor nos llamo “putas” y Dominique casi le mete una babucha en la boca. 

 

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Al día siguiente, habiendo aprendido algunas palabras útiles, nos escapamos hacia la región del Atlas y sus tesoros escondidos.  Nuestro conductor sería Ahmed, quien en su mercedes-benz del 80 aceleraba entre olivos, montes áridos  y los ocasionales rebaños de ovejas.

Y mientras apreciaba un lago en medio del camino, empecé a anhelar una vida más simple.

Nuestra primera parada fue Meknes, una de las ciudades reales. En Meknes nos enamoramos de los kilims, la puerta del palacio y los arcos del antiguo establo real. Entre las montañas encontramos Volubilis, una antigua ciudad romana. Con nuestro sudor acumulado nos sentamos bajo la sombra de sus ruinas para mirar la historia a nuestro alrededor y escuchar a los guías locales, sin pagar claro.  

A la tarde, Fez nos recibió con los cantos de oración que saturan todos tus sentidos. Para quitarnos el polvo del cuerpo y del pensamiento Mr. Alaoui nos recomendó un Hammam público donde nos darían masajes por 10 euros. Mi sexto sentido #alborde me hizo dudar por un momento de la experiencia pero Dominique me convenció que sería beneficioso. Camila, quien odia que la toquen extraños, pasó de esta aventura. 

Si pensaba haber perdido la dignidad alguna vez, no tenía idea de lo que realmente era perder la dignidad. 

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En el suelo de un baño público en medio de la medina, mujeres de todas las edades daban su baño semanal. Sentadas en bancos y con varios baldes de agua alrededor de ellas, las carnes al aire se movían al ritmo de su rutina. Esto claramente no era un hammam de lujo y luego de instrucciones confusas de nuestras “masajistas” nos toco sentarnos en una esquina junto a cabellos humanos y sudor ajeno. Culo con culo, Dominique y yo esperamos en calzones nuestra sentencia. Sin poder reaccionar, una mujer mayor con senos inmensos me cogió de las piernas y me echo en el suelo para lavarme. Mientras me pasaba un jabón negro por las piernas, pude sentir sus gotas de sudor cayendo sobre mi cuerpo. 

Cuando subió hacia mis brazos y su seno izquierdo empezó a golpear mi mejilla, decidí inmolarme a la voluntad de los dioses. 

Luego de varios baldes de agua estaba reluciente. Era el momento del “massage”. La encargada era una viejita de unos 90 años a quien le quedaban solo dos dientes. Me llevó a otro cuarto, y al ver que me separaban de Dominique, por mi mente corrió la ligera paranoia de que quizás nunca la volvería a ver. En el piso de un cuarto más caliente, la vieja me sonreía y hablaba. Yo para ese entonces había aprendido a decir “lavas” o “muy bien” y “Zuin Zeff” por decir que algo era muy bueno. Lo que no fue muy Zuin Zeff fue cuando me sacó el calzón en preparación para el último baldazo de agua y me arropó con una toalla. 

Me hicieron falta tres duchas para sacarme de encima la experiencia del hammam. 

Así que esa noche, Camila nos llevó a comer una hamburguesa al sitio más occidental que pudimos encontrar en Fez: Café Clock. Y entre turistas de todos lados nos entro un verdadero ataque de risa.

A la mañana siguiente nos despedimos de Mr. Alaoui y llegamos a la estación de bus que nos llevaría a nuestro siguiente destino: Chefchaouen. Y aunque en el camino una chica vomitó a mi lado y lo único que comimos fue pan con coca-cola, luego de unas 4 horas de montañas verdes y ríos serpenteantes llegamos a una ciudad azul. A diferencia de Fez, donde se habla francés, en Chefchaouen la mayoría de personas habla castellano lo cual hizo más fácil mandar a la mierda a los acosadores de la plaza del pueblo. 

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Caminar por las calles azules de Chefchaouen es surrealista, sobre todo cuando encuentras la tienda de Aladdin, llena de especias, jabones y aceites. El tiempo pasa mas lento en este pueblo y cada esquina guarda un secreto particular o una pandilla de gatos callejeros listos para atrapar lo que venga por el camino. Al caer la noche, y teniendo en cuenta que no se vende alcohol, nos pusimos a jugar cartas al lado de una tienda de antigüedades. 

Camila le rompió el corazón a un chico de 17 años y su propuesta de matrimonio y entre risas malvadas  se nos acercó el dueño de la tienda de antigüedades, buscando un poco de conversación y de compañía femenina. Luego de una vida de alcoholismo (porque hecha la ley, hecha la trampa) y de incontables noches de Hashish, nos contó que muchos pasaban por el pueblo en búsqueda de inspiración y otros demonios, uno de ellos un cantante conocido. Vaya sorpresa cuando sacó una caja de fósforos con la firma de Andrés Calamaro y un poco a regañadientes aceptamos subir a la terraza de su tienda para ver la vista de la plaza. 

Partimos de vuelta a Fez con una sensación de paz y alegría. Esa sensación que solo te la dan los pueblos mágicos en las montañas. 

Y entre Macacos, caballos salvajes y tés a la menta nos despedimos de Marruecos sabiendo que no sería la última vez que explorábamos sus historias escondidas.


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