MIS DÍAS EN PORTO

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Cuando la cama empieza a sentirse fría y los días pasan rápido, es momento de hacer un viaje. Hace unos años me prometí a mí misma de hacer al menos un viaje sola al año.

El destino elegido: Porto.

Saliendo de la estación de metro Bolhao, tendría que caminar un poco hacia mi hostel. No sin antes hacer una pausa para sentir la energía de la ciudad recién despertando.

Hay algunas cosas que van cambiando con los años de viajera. Una de ellas es asegurarte que el hostel en el que te quedes no sea el punto de fiesta de la ciudad. Spot hostel fue justamente lo contrario, una casa tranquila fuera del centro, la excusa perfecta para estar fuera todo el día y no en el bar.

Una refrescadita de aromas y ya estaba explorando las calles. Mi intuición, porque lo genial de viajar sola es no tener que planear rutas sino ir improvisando en el camino, me llevó primero al Mercado de Bolhao en donde conviven palomas, chiringuitos, tiendas de souvenirs, floristerías y lo que tendría un mercado tradicional. Su encanto decadente me recordó a los mercados municipales de Lima.

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Sin pensarlo seguí los colores de los edificios de rayuelas de la calle Santa Caterina hasta toparme con la catedral. Para decir verdad, al tener una madre bastante católica, a menos que sea imprescindible evito entrar a las catedrales, he visto demasiadas en mi vida. Lo que sí vale la pena son las vistas desde la plaza de la catedral hacia el Duoro. Es uno de los puntos más “instagrameables” (y me estoy pateando mentalmente por decir esto).

La estación de tren de Sao Bento con sus paredes de rayuelas pintadas de blanco y azul dan paso a calles estrechas llenas de bares, tiendas y restaurantes, entre ellos A Sandeira de Porto donde se comen sanguches buenos, bonitos y baratos.

La torre de los Clérigos yace imponente en el barrio de Boavista y sí, está bien verla por un ratito pero al lado de la torre una antigua prisión hoy transformada en el museo de fotografía de Porto te atrae como imán. Irónicamente, la exposición era acerca de la vida en las prisiones de Portugal. Como para darle un poco de perspectiva al viaje.

Para cuando salí del múseo y descubrí el mirador de Vitoria el sol comenzaba a esconderse.

Unas escaleras me llevaron hasta Caias da Gaia, el paseo al lado del Duoro en donde las personas se preparaban para un espectáculo único. Y es que hacia el atardecer, el sol ilumina las fachadas de los edificios en la rivera del Duoro, un juego de colores que te obliga a hacer una pausa y si te sientes aventurera, coger el teleférico hasta el puente Dom Luis y cruzarlo mientras que el tranvía pasa a tu lado.

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Mi siguiente destino sería el Café Majestic en donde me transporté a otra época mientras comía un pastel de Belén y escuchaba un piano de cola en medio del salón.

Sin embargo, fueron unos músicos callejeros tocando funk los que inauguraban una noche divertida en la ciudad.

Quizás una de las cosas más difíciles de viajar sola es salir por la noche. Más si eres antipática de nacimiento como yo, y prefieres ninguna compañía a una mala compañía.

Lo bueno es que no te queda otra que salir de tu zona de confort y pedir recomendaciones. Las cuales me llevaron a Rua Bar, un bar restaurante algo ecléctico de estilo pero con tapas deliciosas y un concierto en vivo de samba rock que hizo a todos los asistentes bailar y a mí, por más que mi antipatía no quería permitírmelo, sacarme una sonrisa sincera.

La mañana siguiente tomé el camino rumbo al barrio de Boavista, en donde los sábados ocurre un mercado de segunda mano en la calle Cándido dos Reís. Si eres fanática de los pines antiguos, entonces estás en el lugar indicado. Desde ahí la plaza Carlos Alberto está a tiro de piedra y en el café Moustache puedes encontrar un desayuno que te asegure llegar con vida a la tarde. Caminando por la rua de Cedofeita encontré talleres de artistas locales, bares tradicionales y el típico movimiento de sábado por la mañana. Cuando el café logró despertar mi paso deambulante llegué a los jardines del Palacio de Cristal. Aquí está permitido sentarse, mirar a los pavos reales que merodean entre los árboles y hacer una pausa para estirar los pies.  Cuesta arriba las vistas urbanas comienzan a cambiar y en medio de edificios sin mucha gracia de pronto descubres la casa de la música, una joyita arquitectónica, fotografíable desde todos los ángulos.

La avenida Boavista, aunque por momentos sin vistas agradables y algo desolada, te lleva hasta el Museo Serralves, cuna de estudiantes de arte contemporáneo y amantes de los grandes jardines. La casa de la familia, una oda al art deco, está resguardada por jardines que no tienen nada que envidiarle a Versailles. Sobre todo la laguna con instalaciones de arte y los campos del huerto con vacas y ovejas pastando libremente.

Lo ideal cuando conoces una ciudad, es ir cambiando de ruta, perderte, saborear las esquinas escondidas, respirar el ritmo de las calles y terminar en el Café Noshi, cuyos productos orgánicos le dieron nueva vida a mi camino.

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Y es que el mal humor del hambre es uno de los más graves males del viajero improvisado. Así que con la barriga llena y el corazón contento me esperaba una cidra en Base, un bar al aire libre con vistas a la torre dos Clerigos.

Siendo la segunda noche en la ciudad, decidí que un sábado merecía la pena conversar con las personas del hostel, y porque no, hasta salir con ellos a algún bar. Así fue como un argentino, un inglés, dos alemanes, un suizo, un italiano, un americano partimos en búsqueda de aventura nocturna. Uno llevaba un porro que compartimos deambulando hacia Cándido dos Reís, donde mareas de jóvenes suben y bajan la calle sin destino,  pero con botellón en mano. El suizo, que llevaba una semana en Porto, nos guío hasta Plano B. Los efectos del porro más el gin tónic me separaron del grupo, eso y porque no había ninguno que me atrajera verdaderamente. En el sótano del bar me divertí mientras saltaba de una sala de concierto a otra.

Entre la electrónica y el pop me convencí que a veces lo único que necesitas es cerrar los ojos y  bailar sola por un rato.

Mi último día en Porto me llevó a recorrer mis calles favoritas y hacer una pausa en Café Progresso, donde escribí un par de postales. Una pasada veloz por la demasiado turística librería Lello (donde J.K. Rowling sacó la inspiración para la librería de Hogwarts) me llevó nuevamente a caminar al lado del  Duoro hasta llegar al atlántico y ver un espectáculo único en el espigón de la playa.

Para sunsets mágicos en el mar, Porto.

 


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