VERANO A LA SICILIANA

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Cuando Helene me dijo que se iría de Barcelona, tenía algo por seguro: Necesitaríamos hacer si o si un último viaje juntas. 

Sería nuestra forma de despedirnos y de vivir una que otra aventura alborde juntas. Porque al fin y al cabo, Helene siempre había sido la promotora de mis más grandes aventuras.

El destino elegido: Palermo.

Llegamos a primera hora con un sol fatídico que nos hizo correr hasta nuestro hospedaje, D'Angelo, una casa familiar decorada de lo más kitsch con cuadros de querubines sobre nuestra cama y una que otra pincelada de animal print. En ese momento supimos que nos gustaría la ciudad. 

Caminando perdiéndonos, nos encontramos con las monumentos más importantes de la ciudad: Cuattro Canti y la fontana de    , en donde Helene saco su guía de la ciudad para narrar como  las esculturas de hombres habían sido mutiladas antiguamente por mostrar mucho pudor. 

Un par de carcajadas después, nos encontrabamos caminando por el centro en búsqueda de solventar nuestro excesivo hambrojo (todo lo que vendría a ser hambre con enojo). 

Y así, entre contándonos nuestras últimas actualizaciones de vida, sueños, fantasías y futuros llegamos a una plazita en donde refrescar el pensamiento con un poco de cerveza y un sanguche que nos aguantara hasta la noche. 

Si bien Palermo no es ni la ciudad más moderna ni mucho menos limpia, hay algo especial en esa decadencia que la hace casi de película. Una decadencia que nos llevó a explorar todos los rincones de la ciudad, en búsqueda de algo especial. Así terminamos comiendo un brioche con helado de     mientras caminamos por el puerto y luego para pasar el calor, una cerveza en el mercado de la Vucciria, rodeadas de carritos de comida y sicilianos que salían del trabajo y comenzaban a libar. 

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Cuando la modorra toco nuestra puerta, aprovechamos para pasar por un bocadillo de media tarde en la plaza          que nos llevó directamente a los brazos de morfeo en la hora de la siesta.  Habiendo babeado la almohada y acicaladas lo suficiente para pasar como personas decentes pero sin exagerar (ya que al fin y al cabo no teníamos intenciones de ligar) nos fuimos en búsqueda de la movida nocturna de la ciudad. 

Mientras nos tomabamos una cerveza en un bar universitario y jugabamos con los gatos de la calle, disfrutamos de ese silencio que solo es agradable con las verdaderas amigas. Porque simplemente no hay nada que decir que pueda mejorar el momento. 

Así que algo borrachas y bastante entusiasmadas nos fuimos tras la búsqueda de una pizza. Nuestra primera parada resultó ser uno de esos restaurantes de moda con una anfitriona que nos miro dos veces antes de declarar que no había espacio. Y como quien encuentra la última coca-cola en el desierto, deambulando hambrientas encontramos una pizzeria decente donde olvidar el hecho que al día siguiente estaríamos usando bikini.

Y es que en esta vida, solo se come una vez, cada cinco veces al día...claro. 

Decidímos caminar un poco más como para hacer la digestión hasta encontrarnos con una plaza llena de jóvenes libando sus alegrías y penas. Ahi, sentadas al lado de un farol solitario, nos pusimos con nuestra actividad favorita: observar a la gente pasar por la ciudad. Hippies, punks, hipsters, perros grandes, perros pequeños, uno que otro cochecito y el ocasional turista dieron pase a imaginarnos vidas ajenas y reírnos complices de las infaltables situaciones amorosas. 

La mañana siguiente nos encontró tratando de persuadir al controlador de tren para que nos permitiera subir a su tren aunque hubiesemos comprado tickets para el horario siguiente. Luego de regañarnos por nuestras decisiones alborde hicimos buenas migas y nos la pasamos conversando acerca de los platos típicos sicilianos mientras engullíamos un cornetto relleno de nutella cada una. 

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Una hora más tarde, y con la gota de sudor que resbalaba del seno hasta el dedo del pie, llegamos a nuestro departamentito (y el tito no es exageración, ya que podía mear con la puerta abierta y seguir viendo el mar por el balcón al otro lado del recinto) en Cefalú, nuestro pueblito de playa por los siguientes días. 

Sin pensarlo dos veces, cogimos nuestras tangas y nos pusimos a merced del mar y el sol, y a veces de ambos. Flotando boca arriba en el mar Tirreno, todos los pesares de la vida cotidiana se esfumaron rápidamente dejando solo esa sensación que te llena el pecho y te hace cantar al ritmo del vaiven de las olas. 

Felicidad, algunos le dicen. 

Rojas como tomates nos enrumbamos al único supermercado del pueblo donde llenarnos de las provisiones necesarias para sobrevivir el fin de semana: Pasta y vino. 

Luego de una botella tratamos de decifrar lo que decía el libro erótico en alemán que dejaron los inquilinos anteriores y jugar un poco al Tinder local, es decir, mirar por el balcon si es que algun guapo pasaba y lanzarle algun piropo improvisado. Para la segunda botella de vino, estabamos listas para descrubrir la movida noctura del pueblo. 

Una parada por el bar más popular, en el cual pagamos un monto ridiculo por una cerveza, nos encamino hacia hacer lo que siempre hacemos: el payaso. Y así, bailando alguna coreografía que nos salió del coño, Helene divisó a un grupo que se convirtieron en nuestros amigos por los 10 minutos que duró la conversación hasta que el más feo de ellos tratara de ofrecerme una noche de sexo siciliano.

Pero ese entonces, ya nos habían recomendado el Maliqui, la discoteca de moda (y de entrada gratis) y que de pronunciarla de forma incorrecta significaba pedirle sexo oral a alguien...mostro. 

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Nuestro camino por el malecón de Cefalú nos llevo a encontrarnos con un grupo de veinteañeros, y como suele suceder, Helene rápidamente se hizo amigos de ellos. A mi...a mi se me pegó cual lapa Guiseppe, un estudiante de arquitectura, cuyo interés de sabado era perderse entre mis labios. Y yo, yo necesitaba más alcohol si es que iba a esta de niñera. 

Luego de lograr huir de los niños, quienes insistieron en acompañarnos hasta el baño, nos dimos una vuelta por la disco para aposentarnos al lado de la piscina y poder observar que el rango de edades traspasaba varias generaciones. Las clásicas canciones de reggaeton nos pusieron de mejor ánimo mientras que los italianos con diseños extravagantes de camisetas y peinados a prueba de balas pasaban a nuestro lado, probando un poco de suerte. 

La verdad es que nosotras solo queríamos bailar. Bailar para soltar, bailar para celebrar, bailar para despedirnos, bailar para recordar. Bailar para sellar una hermandad que comenzó hace 4 años cuando ambas nos encontramos en una ciudad extranjera y compartimos nuestra primera botella de Jack Daniels. 

Para cuando miramos a nuestro alrededor, los personajes iban siendo cada vez más decadentes y un par de peleas a nuestro lado nos apresuró la partida, no sin antes cruzarme nuevamente con Giuseppe, y siendo la buena persona que soy, darle su beso de despedida. 

La resaca alborde del domingo fue apoteósica, pero nada que un buen baño en el mar no pudiese curar. Y tras huir del sol infernal, sin mucha suerte más que poder robar de vez en cuando la sombrilla del vecino, nos fuimos por el último helado del viaje. 

Sentadas en las piedras mientras veíamos uno de los atardeceres más bonito de nuestras vidas, recordamos nuestra promesa de hace 3 años que involucraba tener casas en la playa una al lado de la otra con un jardin anexo donde nuestros futuros hijos pudieran jugar. Y entre risas y confesiones, supimos que la distancia era solo un estado físico. 

Nos despedimos de Cefalú un lunes por la mañana con varios kilos extra y la certeza de que para nosotras este no sería la ultima aventura juntas. 

 

 

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