DESPEDIDAS MALLORQUINAS

Hay momentos en la vida alborde en los que ser una viajera independiente es lo que necesitas, pero los hay también los que no hay mejor decisión que hacer las maletas e irte por un par de días con tu mancha, tu squad, tu grupo, tu A team, tu muchachada, tus amigos…tu familia.

Así es como una noche lluviosa de primavera, luego de ingerir la octava cerveza, Javi, Alejandro, Helene y yo decidimos comprar pasajes para Palma, ciudad natal de Javi, a sabiendas que este probablemente sería el último viaje que haríamos juntos. Al plan se unieron Pinone y Dolo, dos piezas imprescindibles para la aventura por venir.

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Y así, el equipo estaba listo para recorrer las carreteras mallorquinas en búsqueda de calas escondidas, bronceados perfectos y resacas apoteósicas.

Javi, que tenía una agenda de actividades meticulosamente planificada, se tomó como reto hacer una maratón por la isla, maximizando el tiempo y prohibiendo quejas, comentarios o sugerencias. Todos nos dejamos llevar a sabiendas que mientras tuviésemos sol y suficientes botellas de agua, nada podría salir mal.

Así fue como el primer día hicimos un tour en marcha atlética por Valldemossa, donde luego de un café de rigor tuvimos que hacer una parada de emergencia en los baños públicos del pueblo (y a decir verdad nunca había cagado en baños tan pulitos). Con la digestión matutina hecha, nos enrumbamos a Bañalbufar, escenario perfecto para el primer baño y cerveza del día.

Y es que no hay sonido más representativo de las vacaciones que el de una lata de cerveza helada abriéndose.

Cerveza tomada. Bolsa de chips terminada. Cambio de bikini. On the road again.

Next stop: Deia, o al menos su calle principal que nos llevó directamente hasta una iglesia y el respectivo cementerio del pueblo, en donde hacer una parada, envidiar las vistas de los muertos y que Helene comenzara con una de sus tan famosas crisis de hambrojo, la cual involucró gruñir algo en francés, preguntar donde comerías y cuan lejos era para empezar a buscar provisiones en todas las mochilas.

Y como el hambrojo es contagioso, huimos de Deia mientras llegaba la horda de turistas de mediodía. Metiéndole sexta entre caminos sinuosos, cuesta arriba y cuesta abajo, Javi puteaba a todos los carros guiris delante de nosotros y yo que iba de copiloto, intentaba mantener la cerveza en el estomago mientras que le rezaba a todos los santos por un pronto arribo y un camino recto hacia Port Soller.

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Devoramos los platillos típicos mallorquis amenizados con algunas rondas de cerveza rodeados de veleritos, velerotes, yatecitos y yatesotes e imaginamos imaginábamos nuevos viajes marinos.

Bueno, todos menos yo, que me mareo en cualquier vehículo en movimiento.

Con panzas llenas nuestro guia-dictador dictaminó que al estar el día por terminar, teníamos aun una última aventura para despedir al sol.

Así que obedientes, cruzamos campos vacíos, verdes montañas al ritmo de Eric Clapton y las respiraciones de Dolo, quien hacía una pequeña siesta antes de llegar a Es Trenc para el mejor espectáculo que tiene el verano: la puesta de sol.

Y entre parejas con selfie-sticks alborde del mar, la cuasi influencer en un hinchable de flamingo en el mar, la música de un grupo al lado de nosotros y las cervezas heladas que aparecieron como por arte de magia nos tumbamos panza arriba en el mar hasta que se nos arrugaron los dedos, queriendo congelar el tiempo y poner en repeat ese momento mágico que te quita la respiración.

Con bikinis húmedos, arena en todos lados y uno que otro punto del cuerpo donde no llego el bloqueador color camarón, Javi nos tenía guardado el último tesoro del día, nuestro refugio por los dias siguientes: Cala Marsal. Trás un buffet que haría a cualquier vegano quitarse los ojos con cucharita, y al ritmo de la música en vivo del restaurante debajo de la casa, nos prometimos regresar a este pequeño paraíso cada año.

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La mañana siguiente en Cala Marsal comenzó abriendo la ventana del cuarto para asegurarme que no tendría mejor vista, seguido por los gritos de aliento de los muchachos para salir de la cama mientras preparaban el desayuno y las viandas del día de playa.

Con el bikini puesto, legaña limpiada, axila desodorada y un incipiente bozo perlado nos trepamos al carro para la siguiente aventura: Una caminata de treinta minutos bajo 32 grados para llegar a Cala Magraner.

Hay momentos en la vida alborde que quieres mandar a la mierda a todos y quedarte en la piscina inflable del patio de tu casa. Pues luego de equivocarnos de ruta, quedarnos sin señal en el móvil, buscar una sombra inexistente y estar alborde del delirio calórico, la piscina sonaba como un plan de influencer millonario.

Añadiendo el hecho que nuestras reservas de agua fueron mal planeadas y gestionadas, es decir, no calculamos la urgente necesidad de ingerir elixir de la vida para sobrevivir a la caminata, llegar a la cala fue un acto heroico y milagroso.

Y justo cuando tienes antes tus ojos una vista irreal…la naturaleza llama la puerta.

Así es como, mientras yo hacia de vigilante, los muchachos se adelantaron para llegar a la playa, y la Dolo alborde de cagarse encima tuvo que encontrar un claro entre los cactus y hierbas punzantes.

El problema era que ninguna de las dos tenía papel higiénico asi que la dolocienta se vio sometida a actuar como toda mujeralborde actuaría en esta situación: Sacudida de perrito y esperar que el mar se llevara toda la mierda…literal.

Sudadas, cagadas y sedientas, nos desnudamos y les dimos el encuentro al resto en el mar que nos regreso el alma al cuerpo. Los dioses del verano recompensaron nuestro esfuerzo al otorgarnos una playa cuasi desierta, a excepción por el eventual yate que se detenía por un momento en nuestra costa.

Caída la tarde, y cual los Quispe gozan también del vacilón, sacamos las viandas y nos repartimos cual marginales la última botella de agua restante. 10 sorbos por persona y el que se pasara tendría que cargar más peso que el resto.

Cala Marsal nos esperaba con los últimos rayos del sol, un mar tibio, los últimos niños correteando en bañador, el veraneante haciendo la siesta de rigor y la música del mítico playlist de Pinone, “Que Rico el Veranito” como el leitmotiv de un verdadero viaje alborde del verano.

Una ducha rápida para no perderse de nada y comenzó la fiesta de la noche que incluyó a los amigos locales de Javi, litros de cerveza y vino, empanadas, embutidos, kilos de ensalada de pasta y risas complices. Para cuando empezabamos a aflojar los botones del short, Helene apareció con una actuación magistral que incluyó hacer parecer un banquito y una cartera como una gaita irlandesa y tocarla a todo pulmón.

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Yo, que iba por la sexta cerveza, decidí abortar la misión de meterse al mar por el mero hecho de mantenerme con vida.

Dolo y Helene estuvieron de acuerdo con mi decisión asi que cuando el resto decidió correr hacia un chapurrón nocturno, nosotras sufrimos una regresión quinceañera. Al ritmo de Britney, Cristina y Katy nuestros cuerpos borrachosos se contornearon sin verguenza. Una silla rota debió alertarnos de nuestro maltrecho estado pero para ese entonces era más divertido hacer girar la pata de la silla por el aire mientras que la luna llena era la única testiga de nuestras malacrianzas.

Toda mujeralborde sabe que no es fiesta con amigos hasta que no llegué el momento del “te quiero, te estimo” así que cuando los invitados huyeron y quedamos los de siempre, alzamos las copas semi vacías y hicimos los esperados discursos de borrachera. Bueno, esta bien, la única que hizo discursos fui yo, con repetidas interrupciones de todos y ruegos porque terminara pronto y dejara de perder la dignidad.

Sobra decir que el domingo nos levantamos con una resaca alborde de ingresar en los Records Guinness.

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¿Qué cual fue la mejor cura? Una caminata de una hora bajo el sol para llegar a un acantilado, equilibrarte al lado de un peñasco, saltar piedras gigantescas, descender caminos de tierra, quedarte parcialmente ciega por sudor que entra en tu ojo, rehusarte a seguir avanzando hasta que no abaniquen un poco, detenerte para vomitar y seguir bajando piedras hasta llegar a una playa donde decides arrodillarte rendida de cansancio solo para darte cuenta que la arena es negra y tu mejor opción es saltar al agua con la ropa puesta mientras chillas maldiciendo a todos los santos por las posibles quemaduras que dejen las putas piedritas.

Y entre cabras roba sanguches, sol roba almas, mar roba males, amigos roba agua, risas roba sudor, siestas roba resacas y vistas roba alientos Coll Baix nos despidió por el día mientras emprendíamos la vuelta hacia nuestra base.

Una ducha rápida y casi perdemos a Alejandro, quien se rehusaba a abandonar Cala Marsal. Logramos convencerlo de partir hacia Palma con la promesa de una cena apoteósica en la ciudad y una que otra cerveza para quitar el mal sabor de las despedidas a paraísos terrenales.

No hay mejor cura para el síndrome de domingo que continuar tus vacaciones en un lunes. Así que madrugados y listos cual scouts emprendimos camino a Cala Deia en nuestro último día de viaje.

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Debo confesar que una cala de piedras no es mi prototipo de cala perfecta, sobre todo cuando después de una hora al sol, no sientes la mitad del cuerpo contorsionado para encajar entre las rocas. Sin embargo cuando tiene el mar de cómplice, las quejas se vuelven obsoletas mientras te quedas chapoteando en la orilla en tetas a la vista de veraneantes curiosos y uno que otro pecesito transparente.

Hacia la tarde, caminando por las calles de Palma, empezábamos a sentir esa extraña sensación que ocurre al final de cada viaje, ese sentimiento alborde de la tristeza por partir pero alegría de llegar a tu cama. Así encontramos una plaza con varios bares y los músicos callejeros que amenizaron las cervezas de celebración y despedida.

Nos fuimos de Mallorca a sabiendas que por más que era nuestro último viaje juntos, ya que para finales del verano algunos emprenderíamos nuevas aventuras a otras ciudades, eso no impediría que podamos regresar, al menos en nuestra memoria, a esos momentos que sellaron nuestra amistad para siempre.

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